Antes del año 1989 todavía había en el campo eslovaco muchas cabañas de madera auténticas, pero que comúnmente no eran consideradas algo valioso. Sabemos, que los años 60 y 70 fueron típicos por el asombro por el plástico, el avance tecnológico, fue como un salto hacia la ruptura de nuestra relación con la naturaleza. Bueno esta ruptura data ya del surgimiento de racionalismo, pero ahora no vamos a entrar en la historia, tan sólo les quiero decir que poseer una humilde cabaña de madera, construida por nuestros antepasados no era nada prestigioso o apreciable. Más bien algo común. Claro está que había personas que reconocían el valor de nuestro patrimonio cultural, también de la arquitectura rural, no todos se dejaron embrujar por los muebles de plástico. Y mayoritariamente se trataba de gente educada, lógicamente. En el caso de la antigua Checoslovaquia, el papel de estas personas, que se empeñaban en conservar la arquitectura original, fue aun mucho más importante y sobrepasaba esa simple pasión por nuestro patrimonio histórico.
Su apodo era dreveničiari, o sea algo como los aficionados a las cabañas de madera. Se decidieron salvar nuestro patrimonio original por su propia cuenta. Sin tenerlo pagado, sin contratos ni pasos oficiales. Simplemente preguntaban a los propietarios de esas viejas casitas, a menudo casi derrumbadas ya, si les permitieran renovarlas. Una misión verdadera. El grupo de personas que salvaban las joyas del campo se iba ampliando y su trabajo no se reducía a la sa1vaguarda de la arquitectura, sino se dedicaban con el mismo entusiasmo a la protección del medio ambiente. Y toda esa pasión suya desembocó en el apoyo también a los cambios revolucionarios en 1989. Habla la cabeza de ese movimiento, el ecologista, activista, y también político postrevolucionario, Mikuláš Huba.
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